¿Por qué una misma situación puede ser normal para unos y un conflicto para otros?
Una persona se encuentra a un amigo y le confiesa: “Soy muy desgraciado, tengo muchos problemas”, a lo que su amigo responde: “¡Hombre, pues no los tengas!”. Cuando una persona atraviesa por un momento así, seguro que esta contestación no le hace ninguna gracia, pero si se parase a reflexionar, descubriría que las complicaciones acaban convirtiéndose en una “posesión”, que, según decía el psicólogo Sigmund Freud, algunos de sus pacientes se resistían a soltar o mejorar debido a las “ventajas ocultas” que todo problema conlleva. Veamos cómo se crean, se resuelven y se deja de tener tantos conflictos cotidianos…
Los humanos parecemos destinados a afrontar toda clase de contratiempos en una sucesión inacabable de dificultades. Cuando una parece resolverse, aparece otra y otra más. Incluso, a veces, parece que todas se presentan de golpe en nuestra vida. Surgen en tantos aspectos de la vida, y en formas tan variadas, que hacen sentir impotencia a quien los padece.
Cada una de esas dificultades suele tener una apariencia distinta, en un ámbito de la vida diferente. Muchas parecen estar causadas por factores externos al margen de lo que uno pueda hacer o dejar de hacer; una sucesión de golpes de mala suerte. Vistas las cosas así, no es extraño que la ansiedad sea la patología crónica de nuestros tiempos.
Todos deseamos una vida libre de obstáculos, llena de paz interior y serenidad… y, sin embargo, parece que hacemos todo lo posible para lograr exactamente lo opuesto. Cuántas veces nos descubrimos encaminados, de manera inconsciente, por supuesto, hacia lo contrario a lo que sabemos deberíamos elegir para ser más felices.
Pero ¿y si usáramos la palabra “problema” con excesiva alegría? ¿Y si confundiéramos acontecimientos, realidades, sucesos naturales… con conflictos? Por ejemplo, ¿el hecho de que llueva es un inconveniente?, ¿lo es hacerse mayor?, ¿la vida es un dilema a resolver? El uso y abuso del concepto problema puede confundirnos entre lo que realmente es y valoraciones subjetivas. Es bien cierto aquel aforismo de que aquello que se cree un problema, acabará siéndolo; y aquello que no se considera como tal, no lo será.
La creatividad e inventiva humana para elaborar complicaciones es infinita. La conclusión a la que se puede llegar es que hace falta antes que nada reconocer cuál es el verdadero dilema antes de que pueda ser resuelto. Esto es, ¿y si un supuesto “problema” se pudiera resolver con apenas identificar su grado de realidad? O mejor: ¿de verdad lo es?
Existen diferentes tamaños de dilemas según su grado de dificultad. En muchos casos, estas aparentes diferencias provienen de la persona que los padece en función de su grado de apego al mismo o del vínculo emocional que establece con él. Pero el tamaño no es una propiedad inherente, sino una valoración personal de quien lo sufre. Es algo que comprobamos cuando una misma situación es calificada de complicada o sencilla por personas diferentes.
Pensar que el problema son los demás es en sí mismo un conflicto. Aunque otras personas pueden crear una situación o participar en ella, en realidad quien la percibe como un inconveniente es quien tiene la llave para resolverla.
Se ha dicho que los conflictos consisten en las “historias” que nos contamos acerca de cómo suceden las cosas. Y que cuando las personas cuestionan sus relatos o referencias –lo que se cuentan y sus creencias– pueden llegar a una percepción de los hechos diferente. ¿Y si la naturaleza de los dilemas dependiese de lo que nos repetimos una y otra vez?, ¿y si el efecto repetitivo convierte en “verdad” lo que solo es una interpretación?
Tal vez sea más conveniente abandonar la discusión con la realidad –acerca de cómo son las cosas o cómo deberían de ser– antes que tratar de solucionarla.
En las antiguas tradiciones de sabiduría de Oriente se dice que los sucesos mundanos no tienen más sentido que el que las personas les dan, porque los acontecimientos son carentes de un significado concreto. Ellos lo llaman “vacuidad”. Lo cual no significa que todo carezca de significado. Según ellos, la interpretación establece el significado. O lo que es lo mismo: la valoración de una situación como problemática es lo que la convierte en tal.
Se podría decir que un problema es como la pantalla en blanco de un cine. Es neutra, y solo la proyección del significado que se le asigne lo define como tal. Así, un mismo suceso, por ejemplo, cómo hablar en público, puede ser un inconveniente para unos, pero no para otros. Hablar en público puede ser un gozo o una tortura en función de quién vive la situación.
¿Qué es más verdad: tenemos muchos problemas o tenemos las soluciones, pero que no nos gustan?
Ningún dilema se puede resolver desde dentro del conflicto, como dijo Einstein. Ya que en esta situación es muy difícil encontrar respuestas porque la densidad de las emociones impide la claridad de ideas. Como hacen los científicos, lo innovador es buscar la solución en otro nivel de pensamiento, donde el problema se resuelve. A veces, incluso, en ese nuevo nivel el problema ni siquiera existe. O dicho de otro modo: se resuelve para siempre.
La primera regla para solucionar un problema es cuestionar todo lo que sabemos acerca del mismo porque toda creencia previa puede ser “parte del problema”. Se trata de “ser nuevo” ante la situación que denominamos con este nombre. Como si fuera la primera vez y nadie nos hubiese dicho que es un inconveniente que nos generará inquietud. Este planteamiento busca la solución no tanto en lo que ocurre, sino en lo que pensamos que ocurre. Al no asumir que ya sabemos lo que está pasando, si es bueno o malo, nos abrimos a otras formas de contemplar la situación. Solo los juicios acerca de un problema hacen que este sea difícil de resolver.
Preguntarse cuál es su verdadero sentido y no dar nada por hecho o sabido conduce a un nivel de pensamiento nuevo que puede proporcionar una solución muy creativa. Dicho de otra forma: si me digo que ya sé lo que está pasando, me veo obligado aplicar las viejas recetas de siempre. Pero si lo que busco es una solución definitiva, tal vez debería preguntarme cuál es el verdadero problema o qué cambio necesito para que esto no lo sea nunca más.
No es posible escapar de los conflictos a menos que se examinen y se cuestione el sistema de pensamiento que los mantiene activos, ya que no hacerlo así solo es un modo de protegerlos y mantenerlos sin solución.
Otro camino hacia la salida del laberinto de los problemas es dejar a un lado lo que Sigmund Freud llamó “resistencia”. Hay una parte inconsciente en nosotros que se identifica con sus vivencias, aunque estas sean dolorosas. Es lo que se conoce como ego. Estas historias personales proveen de identidad al ego, que es un constructo mental de lo que creemos ser: nuestras experiencias pasadas. Y el gran psicólogo se dio cuenta de que a pesar de su trabajo, sus pacientes no mejoraban. Llamó al deseo oculto de no mejorar de sus pacientes: “resistencia”. Y entendió que el ego reacciona con resistencia por miedo a perder esa identidad forjada, aunque esté marcada por el sufrimiento.
Lo que es seguro es que el mero entendimiento intelectual del problema y de sus causas no es suficiente para resolverlo. Es además necesario descubrir dónde está la resistencia a solucionarlo, o, como se suele decir, a soltar y dejar a un lado lo que nos inquieta.
Para acabar, y saliendo del laberinto de los conflictos, vale la pena recordar aquel viejo adagio que dice: “No hay problemas, solo hay soluciones que no gustan”, porque en ocasiones es una gran verdad.
Fuente: www.elpais.com
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